Me encuentro delante del teclado
sin saber que escribir, pienso y no se me ocurre nada que merezca la pena ser
contado, mi vida siempre ha sido de lo más normal. Acabé la EGB con 14 años y
aquel verano, al acabar el último curso, ya estaba con mi padre trabajando en
su taller de carpintería.
Hubiera preferido seguir estudiando porque la verdad es que no se me daba mal, no era ni de los buenos ni de los malos, era de los mejores, como me dijo un día un albañil en una obra en la que estaba montando las puertas: “Tu siempre di que eres de los mejores, ni de los buenos, ni de los malos”, y esas palabras se me quedaron grabadas. Cada vez que coincido con este hombre recuerdo aquellas palabras.
Ahora, con cuarenta años, me he dado cuenta que lo que hizo mi padre por mí, no tiene precio. Me enseñó, sin darme cuenta, que la vida no es como pensamos cuando tenemos esa edad tan mala, como es la adolescencia, cuando pensamos que todo lo que hacen los mayores es para “jodernos” la vida, que lo mejor que podían hacer es dejarnos en paz, que no tienen ni idea de lo que hablan porque nosotros ya “lo sabemos todo”.
Tampoco di muchos problemas, es lo que tiene echarse novia con quince añitos, (y lo peor es que ella tenía trece). Supo conseguir que lo que me parecía a mi más bien un castigo, tener que trabajar con catorce años es ahora, en este tiempo, inimaginable, en que la sobreprotección que ejercemos sobre nuestros hijos les está convirtiendo en una especie de inútiles medio analfabetos, que amara un oficio, mi oficio, el suyo de toda la vida. Trabajar con la madera se ha convertido en un arte para mí. Son muchos años los que se necesitan para llegar a dominar algo casi a la perfección, muchas horas observando al principio, muchas broncas cuando algo no lo hacía bien, incluso lágrimas de rabia y desesperación, de impotencia, que supe aguantar como poca gente haría hoy en día, y ahora veo, con toda claridad, que lo hacía buscando mi bien, que aprendiera y me convirtiera en su sucesor, como así ha sido con el paso de los años. Él ya viene poco por aquí, si bien yo llevo aquí, en el taller desde los catorce, a él no le quedó más remedio que empezar desde muy niño, y ya, casi con sesenta y cinco, está, cómo se suele decir, muy trabajado, y ya le toca descansar, aunque sé que lo echa de menos.
Hubiera preferido seguir estudiando porque la verdad es que no se me daba mal, no era ni de los buenos ni de los malos, era de los mejores, como me dijo un día un albañil en una obra en la que estaba montando las puertas: “Tu siempre di que eres de los mejores, ni de los buenos, ni de los malos”, y esas palabras se me quedaron grabadas. Cada vez que coincido con este hombre recuerdo aquellas palabras.
Ahora, con cuarenta años, me he dado cuenta que lo que hizo mi padre por mí, no tiene precio. Me enseñó, sin darme cuenta, que la vida no es como pensamos cuando tenemos esa edad tan mala, como es la adolescencia, cuando pensamos que todo lo que hacen los mayores es para “jodernos” la vida, que lo mejor que podían hacer es dejarnos en paz, que no tienen ni idea de lo que hablan porque nosotros ya “lo sabemos todo”.
Tampoco di muchos problemas, es lo que tiene echarse novia con quince añitos, (y lo peor es que ella tenía trece). Supo conseguir que lo que me parecía a mi más bien un castigo, tener que trabajar con catorce años es ahora, en este tiempo, inimaginable, en que la sobreprotección que ejercemos sobre nuestros hijos les está convirtiendo en una especie de inútiles medio analfabetos, que amara un oficio, mi oficio, el suyo de toda la vida. Trabajar con la madera se ha convertido en un arte para mí. Son muchos años los que se necesitan para llegar a dominar algo casi a la perfección, muchas horas observando al principio, muchas broncas cuando algo no lo hacía bien, incluso lágrimas de rabia y desesperación, de impotencia, que supe aguantar como poca gente haría hoy en día, y ahora veo, con toda claridad, que lo hacía buscando mi bien, que aprendiera y me convirtiera en su sucesor, como así ha sido con el paso de los años. Él ya viene poco por aquí, si bien yo llevo aquí, en el taller desde los catorce, a él no le quedó más remedio que empezar desde muy niño, y ya, casi con sesenta y cinco, está, cómo se suele decir, muy trabajado, y ya le toca descansar, aunque sé que lo echa de menos.
Hay cosas, que vistas con la perspectiva y la claridad que
dan el paso de los años, que no volvería a repetir, o quizás sí, no lo podría
asegurar. Me viene a la mente ahora mismo, lo de tener novieta con quince años,
me parece una verdadera locura, y así terminó la cosa. Aunque también, en
aquella relación conseguí lo más preciado que un padre puede tener en su vida,
una maravillosa niña, que se ha convertido en una de las razones de mi
existencia, la que me hace sentir una felicidad inmensa con su sonrisa, cuando
me cuenta historietas propias de su edad, de sus nueve años, camino de diez,
sus amigas, sus novios, ¿Quién no ha tenido un novio o una novia con diez años?
¿O unos cuantos a la vez? Esa edad nunca deberíamos abandonarla, esa sí que es
la edad de la inocencia, una época que deberíamos esforzarnos por no abandonar
nunca, intentar no dejar de ser un niño, es tiempo de aventuras, de juegos, de
felicidad.
He vivido la soledad en compañía, es difícil de explicar, pero es más difícil vivirla. Te agarras a cualquier tabla de salvación, en mi caso al deporte que siempre me ha apasionado, el fútbol. Jugar al fútbol en el equipo del pueblo me ayudaba a que el tiempo pasara más deprisa. Después llegó la época de entrenador, mucho más corta que la de jugador y bastante más dura y sacrificada. Ahí, en esos años, conocí al que es hoy el amor de mi vida. Era una más del grupo, trabajaba en la directiva como la que más. Ahí estaba, y yo sin saberlo.
Los libros fueron mi siguiente compañía. Me convertí en un devorador de historias. Mi mente empezó a darse cuenta de que había otros mundos por explorar, que la vida insulsa que llevaba, no me conduciría a nada bueno. Sé que los libros son buena compañía, pero no se pueden comparar con el calor humano, y éste, me faltaba desde hacía bastantes años. Desde que nació mi hija, aunque suene raro, empecé a sentirme más solo que nunca. Ya nada volvió a ser como antes. Me convertí en una especie de electrodoméstico que servía para traer el dinero a casa, y pasar el tiempo libre tumbado en aquel carísimo sillón, con cualquier libro entre las manos.
Mi cabeza explotó. No hay nada que se controle menos que una cabeza enferma, y un corazón abandonado.
He vivido la soledad en compañía, es difícil de explicar, pero es más difícil vivirla. Te agarras a cualquier tabla de salvación, en mi caso al deporte que siempre me ha apasionado, el fútbol. Jugar al fútbol en el equipo del pueblo me ayudaba a que el tiempo pasara más deprisa. Después llegó la época de entrenador, mucho más corta que la de jugador y bastante más dura y sacrificada. Ahí, en esos años, conocí al que es hoy el amor de mi vida. Era una más del grupo, trabajaba en la directiva como la que más. Ahí estaba, y yo sin saberlo.
Los libros fueron mi siguiente compañía. Me convertí en un devorador de historias. Mi mente empezó a darse cuenta de que había otros mundos por explorar, que la vida insulsa que llevaba, no me conduciría a nada bueno. Sé que los libros son buena compañía, pero no se pueden comparar con el calor humano, y éste, me faltaba desde hacía bastantes años. Desde que nació mi hija, aunque suene raro, empecé a sentirme más solo que nunca. Ya nada volvió a ser como antes. Me convertí en una especie de electrodoméstico que servía para traer el dinero a casa, y pasar el tiempo libre tumbado en aquel carísimo sillón, con cualquier libro entre las manos.
Mi cabeza explotó. No hay nada que se controle menos que una cabeza enferma, y un corazón abandonado.