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viernes, 24 de mayo de 2013

A CONTRACORRIENTE



Todos los días, el Padre Juan Antonio, recibía en su casa de la calle Corredera, a una cincuentena de niños entre los tres y los doce años de edad, a los que intentaba aleccionar en el siempre complicado arte de la enseñanza. Era el párroco del pueblo, y a su vez, ejercía de maestro.
Era un personaje singular. Pese a su juventud, rayaría los treinta años, este hijo de adinerados terratenientes, lucía una incipiente calvicie que intentaba disimular luciendo una gran boina que le tapaba hasta las orejas de soplillo con las que sujetaba unas gafas de pasta negras, con cristales de los llamados de “culo de botella”. Era tan chato, que si no fuera por aquellas enormes orejas, en más de una ocasión, le habrían resbalado por la cara aquellos anteojos, cuyas patillas se encontraban sujetas con esparadrapo blanco. Sus minúsculos ojillos se agrandaban detrás de aquellos voluminosos cristales.