De este modo avanza, con una celeridad
vertiginosa, el monótono transcurrir de los días tachados en el almanaque. La
rutina diaria se debería prestar a convertirse en la rienda que mitigara su
marcha, mas el tiempo camina, impertérrito.
El gélido viento que corta mi ajado rostro en
las mañanas de invierno. La flama abrasadora de la canícula que me ahoga en
cada bocanada. Parto, jornada a jornada, para exprimirle a esos terrones de
barro que se desmoronan bajo mis pisadas como azucarillos en el café, cada gota
de sudor de mi plisada frente. La cosecha florece una campaña tras otra. La
observo abrirse camino de manera lenta, casi imperceptible, de la misma forma en
que mis hijos, en un suspiro y sin apenas ser consciente de ello, se me han
hecho mayores. Mis tierras, al igual que mi hogar, se convertirán, de manera inexorable, en un
despejado barbecho del que brotarán nuevas semillas.
Un nuevo ciclo se encamina, acarreando
consigo una etapa de renacidas esperanzas y plagada de incertidumbres. Con la
única certeza de que al regresar un nuevo amanecer, todos continuarán allí, labrando
sus propios caminos. Sometido al sempiterno recelo, que en todo momento me
acompañará, de cuestionarme si les habré mostrado de manera correcta el modo de
hacerlo. Eternamente, con la bandera de la felicidad izada a media asta.