Capítulo 1
—Niña, ¿qué estás haciendo, qué llevas ahí escondido? —me preguntó
el abuelo Miguel, al sentirme pasar de manera silenciosa a sus
espaldas. Mi abuelo se encontraba acomodado en su sillón orejero de eskay de color verde botella, al calor del brasero en su pequeño y acogedor salón. Entre sus
arrugadas y temblorosas manos sostenía las páginas de un libro. Era un ejemplar titulado “Duende-Extremeño-Andaluz del Habla en Fuente Del Maestre” que trataba de las tradiciones y peculiaridades del acento fontanés, algo parecido a un dialecto.
—Hola abuelo —dije bajando la mirada al sentirme descubierta
con el viejo cuaderno —. No es nada. Estaba en el desván buscando algo para jugar y encontré una caja repleta de ellos. ¿Puedo coger uno? —le pregunté mientras buscaba con la mirada ansiosa su aprobación.
—A ver, Azucena, déjame verlo.
Lo tomó entre sus manos y lo abrió. Comenzó a hojearlo y a su
memoria parecieron volver recuerdos ya muy lejanos. Era su letra.
Su caligrafía casi ininteligible estaba delante de él. Lo cerró y lo acarició con suavidad, con la mirada perdida en el infinito. Sólo mi gesto, cogiéndole de la mano, hizo que volviera al presente.
—Abuelo, ¿qué te pasa, te encuentras bien? –pregunté con preocupación.
A pesar de mis escasos nueve años, enseguida me di cuenta de
que aquello que había encontrado para jugar, no podían ser unos
simples cuadernos.
—¿Estás bien? —le volví a preguntar.
—¿Eh? Sí, sí, estoy bien —me dijo mostrando una cálida sonrisa.
Mi abuelo no se encontraba, ni mucho menos, en su mejor momento.
Daba la sensación de encontrarse viejo y enfermo. Ya no era
aquel torbellino capaz de aguantar de pie doce horas diarias en el taller acompañando a mi padre, además de saber soportar con filosofía sus continuas regañinas. Por otra parte, en los últimos meses los recuerdos parecían desaparecer de su cabeza con la misma facilidad que el mar borra las huellas de los paseos por su orilla.
Su deteriorada salud no le impedía mantener un aspecto elegante
y aseado. Mantenía todo su cabello, aunque el color oscuro de antaño había dejado paso a un tono de pelo encanecido. Siempre iba bien peinado y con la barba recién afeitada. Sus ojos marrones de mirada alegre y vivaracha iban dejando paso sin remedio a una mirada triste, profunda y perdida. Tenía unas grandes orejas, una afilada nariz y la cara surcada de arrugas que pronunciaban su sonrisa perenne. Lucía un pantalón de sastre y una camisa, siempre acompañada de una corbata. Cada vez que salía de casa, vestía una americana a juego, aunque fuera nada más que para ir a los recados que le mandaba su señora.
No tendría yo más de dos años cuando los abuelos regresaron a
su pueblo, a Fuente Del Maestre. Era un pueblo no muy grande, pero tampoco demasiado pequeño, situado al sur de la provincia de Badajoz. Se habían visto obligados a salir de allí muchos años atrás, en plena posguerra. Su intención era buscar un trabajo que les permitiera poder comer a él, a su mujer y a sus numerosos hijos. Pude averiguar, gracias a que mi padre me lo contó, que los abuelos habían vendido el piso que tenían en Madrid y que de manera definitiva se habían vuelto a vivir a La Fuente. Mi abuela Herminia nació en un pequeño pueblo que en la actualidad contará con poco más de mil
doscientos habitantes llamado Feria; una preciosa y cercana localidad situada al abrigo de la ladera de una escarpada y tortuosa serranía, cuyas empinadas cuestas constituían todo un sello de identidad. Estaba coronado por un imponente y recién restaurado castillo desde el que se podía divisar en un día claro, la práctica totalidad de la comarca.
A pesar de ello, la abuela había pasado gran parte de su niñez
y juventud en La Fuente. Siempre fue una mujer guapa y elegante.
Tenía los ojos claros y el cabello teñido de rubio. ¡Cómo me gustaban sus rosquillas fritas con azúcar!
Mi padre era el segundo de sus hijos y el mayor de los varones.
Había regresado al pueblo que le vio nacer hacía ya unos veinte años. Montó un pequeño negocio de carpintería y consiguió que poco a poco su nombre y su forma de trabajar fueran conocidos en todo el pueblo y del que, gracias a Dios, seguíamos viviendo. Era un hombre muy trabajador. Salía de casa por la mañana temprano; volvía a la hora de comer y ya no regresaba, la mayoría de los días, hasta el anochecer.
Mis tres hermanos varones eran bastante más mayores que yo.
Ellos tenían cada uno su trabajo: los dos primeros con nuestro padre en el taller y el tercero decidió que su futuro estaba con los albañiles.
Yo era la única nieta que los abuelos tenían en el pueblo. Les encantaba ir a recogerme a la salida del colegio, algo que hacían la mayoría de los días, por lo que pasaba largas horas con ellos.
—Azu, acércate. Vamos a sentarnos –me tomó en brazos con alguna dificultad y me acomodó en sus rodillas —. ¿Quieres saber qué son esos cuadernos? —me preguntó.
Moví la cabeza asintiendo.
—En estos cuadernos está gran parte de mi historia, lo más importante de lo que he podido recordar. ¿Quieres que los leamos juntos? Cada día podemos leer un trocito y de esa manera descubrirás algo más de la historia de tus abuelos y a mí me vendrá bien para refrescar un poco mi memoria. ¿Te parece bien?
No estaba yo muy convencida de hacer lo que me proponía el
abuelo pero, tras unos instantes de duda, acepté la proposición pensando en que podría tratarse de algo divertido. Nos encaminamos cogidos de la mano hacia la incómoda y estrecha escalera de caracol que subía al desván. Las encaladas paredes del amplio pasillo estaban repletas de marcos plateados con las fotos de sus hijos y de sus nietos.
Algunas eran en blanco y negro (las de los hijos mayores) y el
resto en color. Me encantaba pasear la mirada por aquellos antiguos retratos. Lo que más llamaba mi atención era comprobar cómo iban cambiando las modas con el transcurrir de los años. Aquellos anticuados vestidos de novia cargados de pedrería y de florituras; esos extravagantes adornos que llevaban enganchados en el recogido de sus cabellos, se podría decir que sujetos casi de forma mágica; los oscuros y sobrios trajes de novio, con la seriedad y solemnidad que reflejaban los jóvenes rostros de mis tíos; los curiosos peinados de mis tías que se me asemejaban a una escarola; esos zapatos de inmensas plataformas me hacían reír a carcajadas con el simple hecho de imaginarme con ellos puestos. Siete hijos son los que tuvieron mis abuelos, cinco de ellos varones y dos hembras. Todos ellos estaban ya casados y con hijos. Sobre la tapa de mármol blanco del bonito aparador de pino barnizado en color nogal, se podían ver gran cantidad de marcos plateados con las fotos de comunión de la mayoría
de sus nietos. En poco tiempo se verían obligados a buscar un
pequeño espacio para poner la foto de mi primera comunión, ya que me quedaban escasos meses para hacerla. Me solté de su mano y en dos saltos me encaramé en lo alto de la escalera. Al abuelo le costó bastante más trabajo, su avanzada edad iba pesando en sus maltrechas piernas. Una vez arriba, le indiqué el lugar exacto en el que había encontrado la caja con los cuadernos. La abuela ya no solía subir muy
a menudo por el desván y el desorden y el polvo saltaban cada vez más a la vista. Padecía de unos problemas pulmonares que le impedían limpiar y ordenar el desván con la frecuencia que a ella le hubiera gustado. Aquel sitio se había convertido en el trastero de la casa y donde yo había encontrado mi lugar preferido para jugar. De vez en cuando, venía una compañera de clase a acompañarme en los juegos y las horas se nos pasaban en un suspiro.
Acercamos un par de viejos y polvorientos taburetes junto al rincón en el que se encontraba la caja de los cuadernos. Apartamos el polvo del asiento con un soplido y nos sentamos. Comenzamos a sacar uno a uno cada cuaderno. Era una caja de cartón duro de color beige con rayas marrones horizontales y con dos asas plateadas en los extremos. La abrí y apoyé la tapa contra la pared con mucho cuidado. El paso de los años iba haciendo mella en ellos. Las páginas, que una vez fueron de un blanco inmaculado, comenzaban a amarillear y en las esquinas de las tapas se podía ver con claridad cierto desgaste. Una nube de polvo envolvía el pálido haz de luz proyectada por la bombilla que pendía de los agrietados maderos del techo, impidiéndonos
una buena visión.
—¡Abuelo, aquí, en esta esquina del cuaderno parece que hay un
número! —en mi cara se reflejaba la sorpresa y la alegría por el descubrimiento que acababa de realizar—. Creo que es el doce, míralo tú que yo no lo entiendo bien.
—Sí, recuerdo que los fui numerando. Miraremos en todos los
cuadernos y los iremos colocando en orden, así nos resultará más
fácil —el abuelo Miguel parecía haber rejuvenecido bastantes años en aquellos momentos, ante el entusiasmo que yo demostraba—.Creo recordar que había unos veinte cuadernos, iremos amontonándolos en orden sobre esta mesa.
—¿Cuándo escribiste todo esto, abuelo?
No podía salir de mi asombro. Abrí al azar las páginas de una de
aquellas libretas y a duras penas podía leer alguna que otra palabra, no lograba entender aquella extraña caligrafía.
—Todo esto lo empecé a escribir cuando dejé de trabajar, tras mi
jubilación. Tardé en hacerlo varios años. Parece que estás muy interesada, ¿no? —sus ojos cansados reflejaban una sonrisa, al fin parecía haber encontrado a alguien interesado en su historia, aunque fuera su nieta pequeña —. Aún sigo escribiendo. Antes de acostarme, cojo mi libreta y anoto lo que va pasando, día a día, aunque ya las cosas que escribo no son tan emocionantes ni divertidas como cuando me puse a escribir todo esto.
—Ya tenemos todos los cuadernos en orden. Será mejor que bajemos al comedor que hay más luz. Me llevo el número uno, abuelo —dije sonriendo.
Salí corriendo escaleras abajo, y en un santiamén, estaba sentada
en la mecedora situada al lado de la mesa del comedor, con el cuaderno entre las manos. El abuelo siguió mi camino de manera pausada. Cada paso que daba le acercaba a unos recuerdos, ya casi olvidados, que estaba a punto de revivir.