Ya no podía más. Aquél hombre se sentía
hastiado. Cansado de su situación, decidió ir en busca de sus mejores armas.
Entró en su despacho y abrió un
cajón de su mesa de melamina de color nogal que nada tenía que ver con la de su
antigua casa , una mesa hecha a medida en caoba con incrustaciones de marquetería que
era una auténtica joya. De su interior sacó las armas que él mejor manejaba.
Cogió una de las plumas de su colección, regalo de su nueva esposa con motivo
del primer aniversario de su matrimonio y un taco de folios en los que
pretendía plasmar su lucha interna para hacer desaparecer esa extraña sensación
que sentía en su interior, unos sentimientos a los que no estaba acostumbrado y
que le hacían sentirse mala persona.
Se encerró
en su pequeño despacho, que ofrecía una apariencia recogida y limpia, tenía
todo lo que necesitaba a mano. Se acomodó en su sillón de cuero negro y comenzó
a descargar sobre el papel todo lo que en esos momentos sentía.
“Quiero deshacerme de estos pensamientos
nocivos que me torturan, de estas sensaciones tan extrañas para mí, nunca he sentido esta pesadumbre que
me acongoja y no me permite dejar atrás una vida que ya terminó, ¿por qué tanta
maldad en tus actos? ¿Tanto rencor en tus palabras?
Libérame. No
alteres mis sueños. Te veo correr hacía mí en un largo y frío pasillo,
iluminado con una brillante y potente luz que me ciega la visión, te vas acercando ágilmente, ya
estás aquí, puedo adivinar en tus manos un objeto que brilla y que empuñas con
las dos manos levantadas, un cuchillo, noto que un sudor frío me recorre la
espalda, el terror no me deja reaccionar y me quedo paralizado, cuando siento
la fría y afilada hoja penetrando en mi interior, me despierto bruscamente y
entre gritos de la pesadilla que cada noche se repite".
En el interior de aquel hombre
desesperado algo se iba removiendo, sentía el reflujo en su pecho y en su garganta el
sabor amargo de la bilis. Mientras escribía, las lágrimas le resbalaban por las
mejillas emborronando las letras, pero le daba igual. Pretendía destruir todo
lo que hubiera escrito en el fuego de la chimenea del salón y convertir sus
palabras en humo para mandar un mensaje que llegara a su destinatario y hacerle
comprender que su odio y su rencor no conseguirían cambiar la felicidad y el
amor que había encontrado con su nueva esposa.
"Estoy cansado y aturdido, cada llamada de teléfono es un sin
vivir, deja ya de provocarme y vejarme, de insultarme cada vez que puedes y
sobre todo aquella vez que lo hiciste delante de nuestra hija, y a mi mujer,
sí, esa a la que tu llamas... ¿Cómo era? esa guarra, sí, así llamas a la mujer
que cuida de tu hija como si fuera la suya propia, si pudieras ver los abrazos
y los besos que se dan, las confidencias entre ellas y la felicidad que siento
al verlas sonreír...pero no, te obcecas y no quieres ver la realidad, ¿no
puedes entender que ya se terminó y que ahora ya eres un personaje secundario
en mi vida, que lo que tienes que buscar es la felicidad de esa niña que es lo
más grande de nuestras vidas? ¿no puedes entender eso?. Siento rabia y
necesito expulsarla de mi interior y pasar página, déjame hacerlo, no me hagas
sufrir más, siempre estarás ahí, lo sé, es inevitable, pero intentemos hacer
que las cosas sean sencillas, que los veinte años que estuvimos juntos queden
como un buen recuerdo y no como un tiempo perdido en una vida que pasa rápido y
cuando te quieres dar cuenta, voló. Tenemos una segunda oportunidad, y yo la
quiero aprovechar, volver a sentir ese amor, esa pasión, esos sentimientos que
un día tuvimos y ya desaparecieron para no volver”.
Sus manos temblaban, recordaba el
día en que volvió a casa de sus padres, un día triste y frío de enero. Aquella
tarde salió hacía su trabajo y se despidió de su hija con un beso y un abrazo
más efusivo de lo normal.
“Mi mente ya no aguantó más,
estaba enfermo, sentía una fuerte opresión en el pecho, las lágrimas brotaban
de mis ojos sin saber porqué, mis brazos y piernas temblaban, sudaba a pesar
del intenso frío y apenas podía respirar, era como si unas manos invisibles me
apretaran el cuello, el pecho me estallaba, me monté en el coche y me dirigí a
mi trabajo, al que llegué casi por inercia, como si flotara por la carretera y
una vez allí supe que ya no volvería más a esa casa, la que había sido mi hogar
los últimos ocho años de mi vida, en la que había sentido en los últimos
tiempos la más absoluta de las soledades, ¿se puede llamar hogar a un sitio
donde uno se siente como un extraño?
Estuve toda la tarde paralizado, no me atrevía a tocar ninguna máquina de mi
taller, los dedos no se venden en la ferretería, por lo que me acomodé en la
vieja silla de la sucia y desordenada oficina, intentando controlar mi mente y
mis emociones, mientras deseaba que aquella tarde pasase sin que ningún cliente
se acercara y pudiera encontrarme en aquel estado de nervios y desazón que me
envolvían”.
Pasado un tiempo, que no se
atrevería a calcular, el que llegó al taller fue su padre, que de vez en cuando
se acercaba por allí, para hacer una visita y preguntarle si necesitaba ir a
algún recado o lo que fuera menester.
— Papá, llévame a casa, ya no aguanto
más — me abracé a mi padre y rompí a
llorar en su hombro como cuando era un niño y encontraba la protección de sus
fuertes brazos. — Tranquilízate hijo, cuéntame que te ha
pasado y no llores más — me dijo mi padre abrazándome y pasándome la mano por
la espalda de arriba a abajo en un gesto de cariño.
— Creo que te lo puedes imaginar,
papá, no puedo volver con esa mujer, ya no puedo más — no podía parar de llorar y temblar, apenas
podía respirar y sentía que las piernas me fallaban.
— Venga,
móntate en el coche y sosiégate, que mientras yo cierro las puertas del taller — me dijo con el cariño que solo un
padre puede dar en esa situación.
Al llegar a casa de mis padres la escena volvió a
repetirse, ésta vez abrazado a mi madre, mientras sollozaba entre lágrimas “mi
hija, la pobre de mi hija, mi hija, que va a pasar ahora con ella”
La soledad que tenía en su casa
pronto finalizaría, sabía que su mujer llegaría en unos pocos minutos, y se
encaminó hacia el salón con su escrito en las manos, dispuesto a quemarlo en el
fuego de la chimenea, no estaba dispuesto a compartir con nadie la amargura de
sus palabras. Mientras se iba deshaciendo de sus folios uno a uno, con el
pensamiento y el deseo que todo lo que le corroía por dentro acabara, escuchó
el tintineo de unas llaves al otro lado de la puerta, escuchó como unos pasos
se acercaban por el pasillo hacía el salón mientras una voz le llamaba.
— ¡Esposo, ya estoy en casa! — Dijo
su mujer con un sonido alegre y dicharachero —. ¿Dónde estás, cariño? — Preguntó con un susurro tierno y dulce.
— Estoy en el salón — respondió con voz
nerviosa echando al fuego todos los papeles que le quedaban. Ven y arrímate al
fuego que debes tener frío, ¿qué tal el trabajo?
Aquella tarde ella no había ido a
trabajar, había pedido la tarde libre para acudir a una cita muy importante,
para ella la más importante de su vida.
Llegó al salón y se dieron un beso en los labios.
— Te noto un poco nervioso, ¿te
pasa algo?
— ¿Eh? no, nada, nada en especial, solo pensaba
que sí sería cierto que si uno cierra los ojos muy fuerte y pide un deseo, éste
se haría realidad, al menos eso es lo que me decía mi madre de pequeño, pero
nunca lo puse en práctica.
— Esta tarde no he ido al trabajo — le dijo mientras se quitaba el abrigo verde
que él le había regalado hacía unos días para los reyes y que tanto le había
gustado —. Y si,
si lo pusimos en práctica, hace unos dos meses, ¿te acuerdas? — Le cogió las dos manos y se las pasó por su
vientre —. ¿Recuerdas lo que deseamos con tanta fuerza aquella noche delante de
ésta misma chimenea? La carta que escribimos los dos y que luego quemamos,
dijiste que el humo de ese papel volaría tan alto que alguien de ahí arriba nos
ayudaría a cumplir nuestro deseo, y se ha cumplido, aquí dentro, en mis
entrañas, ha brotado una nueva vida.
Se fundieron en un emocionado abrazo,
mientras él le susurraba al oído: Ahora lo sé, mi vida, todo irá bien.