Con mucho más esfuerzo del que
esperaba, consiguió encaramarse en la pequeña banqueta. Primero levantó un pie
y lo apoyó en el asiento. Acto seguido, agarrado con fuerza al canto de la
puerta del armario, consiguió elevar el otro y tener los dos pies apoyados en
la anea de la banqueta. No tendría más de treinta centímetros de alta, pero
debido al paso de los años, todas las articulaciones y en especial las
rodillas, no paraban de darle disgustos y más de un quebradero de cabeza. Usaba
el pequeño banco cada mañana. Se sentaba en él para calzarse las botas de la
marca segarra de manera cómoda. Lo tenía colocado en un rincón del cuarto, pero
esta vez, como tantas otras, lo iba a utilizar a modo de escalera.
Acababa de finalizar un largo, tedioso y especialmente caluroso verano en el año de sus ochenta cumpleaños y ya empezaba a refrescar en las primeras noches de otoño. Apenas tenía vestida la cama con una sábana de hilo y una fina colcha de color crema. Tampoco tenía ya el calor humano de su esposa y tomó la decisión de bajar una manta del maletero, situado en la parte alta del armario empotrado. Podía haber esperado a que llegara su hija, que era la que se encargaba de ayudarle con las cosas de la casa, pero no lo hizo. Agarró una de color marrón oscuro, pero con una mano, por más vueltas que le daba no conseguía sacarla (¡qué buenos recuerdos le traía aquella manta de las siestas que se echaba en el duro suelo del comedor con su señora!). Al parecer estaba enganchada y no salía. Soltó la mano con la que estaba sujeto al canto de la puerta y alcanzó a sujetarla con las dos manos. Contó mentalmente hasta tres y pegó un fuerte tirón. Arrastró una pesada maleta repleta de ropa de su mujer y de pronto la manta se soltó. Toda la fuerza que había aplicado se volvió en su contra. Intentó volver a aferrarse al canto de la puerta pero no pudo conseguirlo. Perdió el equilibrio y cayó a plomo del banco de espaldas contra el suelo de la habitación. La maleta también cayó y le golpeó las dos rodillas. La manta marrón quedó a medio desplegar. Le cubría de cintura para arriba.
Acababa de finalizar un largo, tedioso y especialmente caluroso verano en el año de sus ochenta cumpleaños y ya empezaba a refrescar en las primeras noches de otoño. Apenas tenía vestida la cama con una sábana de hilo y una fina colcha de color crema. Tampoco tenía ya el calor humano de su esposa y tomó la decisión de bajar una manta del maletero, situado en la parte alta del armario empotrado. Podía haber esperado a que llegara su hija, que era la que se encargaba de ayudarle con las cosas de la casa, pero no lo hizo. Agarró una de color marrón oscuro, pero con una mano, por más vueltas que le daba no conseguía sacarla (¡qué buenos recuerdos le traía aquella manta de las siestas que se echaba en el duro suelo del comedor con su señora!). Al parecer estaba enganchada y no salía. Soltó la mano con la que estaba sujeto al canto de la puerta y alcanzó a sujetarla con las dos manos. Contó mentalmente hasta tres y pegó un fuerte tirón. Arrastró una pesada maleta repleta de ropa de su mujer y de pronto la manta se soltó. Toda la fuerza que había aplicado se volvió en su contra. Intentó volver a aferrarse al canto de la puerta pero no pudo conseguirlo. Perdió el equilibrio y cayó a plomo del banco de espaldas contra el suelo de la habitación. La maleta también cayó y le golpeó las dos rodillas. La manta marrón quedó a medio desplegar. Le cubría de cintura para arriba.
Tras unos
segundos, y aún con el susto metido en el cuerpo, apartó con un manotazo la
manta de su cara y consiguió incorporarse. Lo hizo de manera ágil, casi de un
brinco. Era extraño, parecía que no le
dolía nada. <<Que suerte he tenido>> pensó. Dobló la manta y la
puso encima de la cama. La maleta la guardó, de una certera patada, debajo de
la misma. Abrió sin dificultad la pesada puerta lacada en blanco del armario
ropero. Pudo ver su ajado rostro reflejado en el espejo de cuerpo entero
situado en la parte interior de la puerta. Pasó los dedos corazón e índice de
la mano derecha por la punta de la lengua y se los mojó con saliva. Se atusó
las cejas, hacía bastante tiempo que no se las recortaba. Una gran cantidad de
pelillos asomaban por los orificios de los oídos y de la nariz. Tiempo atrás,
se los arreglaban en la barbería de Chavero, pero había tomado la firme
decisión de dejar de ir. “Para cortarme los cuatro pelos que me quedan, me afeito
la cabeza yo mismo”, le había comentado hacía unos años a su amada y añorada
mujer. Se prometió a sí mismo que en el siguiente afeitado procuraría recortárselos.
Descolgó de la barra de níquel, un tanto oxidada ya, la percha que sostenía las
rebecas. Decidió ponerse la de color gris. Fuera, en la calle, hacía un extraño
día de otoño. A través del cristal de la puerta que daba para el amplio patio,
pudo comprobar con sus propios ojos, que el sol brillaba en el cielo. Era un
“sol con uñas”, como le solía decir su madre muchísimos años atrás, cuando
siendo todavía un niño, intentaba salir de casa en manga corta cuando ya el
otoño le había ganado terreno al bochorno del verano. También pudo ver las
hojas secas, caídas en el suelo, del par de limoneros que tenía allí sembrados, en el centro del patio.
Comprobó como las decenas de macetas, que otrora adornaban aquel espacio y
daban vida a su esposa, mientras cuidaba y mantenía aquel enjambre de flores de
distintos colores, ahora se iban marchitando y morían con una premura que asombraba.
Justo a la misma velocidad con la que “una cosa mala” se llevó a su esposa y se
quedó sin ella. Aún podía verla, al cerrar los ojos, sosteniendo la regadera en
sus manos, mientras les cantaba alguna coplilla con una dulce voz a aquellas
plantas. “Míralas Antonio, podrían pasar varios días sin agua, pero el día que
les falten mis coplas, se me mueren”, le decía con una enorme sonrisa en la
cara. Se la veía tan bien y tan feliz… Ahora solo quedaban hojas secas,
pudriéndose en el suelo. De pronto, una lágrima comenzó a rodar por sus
mejillas. Con pasmosa lentitud intentaba enfundarse la arrugada rebeca. Con una
de las mangas de la chaqueta borró las lágrimas de su rostro. A cámara lenta, dejó
caer su cuerpo cansado sobre la deshecha cama. Se calzó y comenzó a atarse los
cordones de las sucias botas con una doble lazada, como era su costumbre. Con
la misma manga, le sacó brillo al empeine frotando una y otra vez. Daba la
sensación que el tiempo se había detenido solo para él. Se puso en pie y se caló
la boina hasta las cejas. Tomó el bastón de madera de olivo, al que había
tallado sus iniciales con una navaja. Hacía ya unos años que le acompañaba.
Abrió la aldabilla que cerraba la puerta de la casa y salió a la calle. Una
fría y mansa brisa consiguió que su cuerpo se estremeciera en un profundo
escalofrío. Se abrochó los botones de la rebeca. <<Si ya me lo decía mi
madre, no te fíes del sol en estas fechas>> pensó. Caminó de manera lenta
y pausada. Parecía que sus pies estaban pegados sobre el acerado. La verdad es
que no tenía ningún motivo para hacerlo de otra manera. Puso rumbo hacia el coqueto
parque, recién restaurado, en el que se reunía cada mañana con sus compañeros
jubilados. A medida que transcurría el tiempo, iban quedando menos. Era
temprano, aún no había nadie en el banco de madera donde solían sentarse a
primera hora de la mañana para recibir los incipientes rayos de sol que
anunciaban la llegada de un nuevo amanecer. Decidió sentarse y esperar a que fueran
llegando. Sacó su pitillera del bolsillo de la camisa y comenzó a liarse un
cigarrillo. Recordó el incidente que había tenido en casa hacía apenas unos
minutos. Estaba bastante sorprendido de encontrarse tan bien. El golpe que se
acababa de dar en la nuca había sido muy fuerte, y más contando con su avanzada
edad.
No había ni un alma por la calle
aún. Encendió el cigarro con un encendedor de mecha, y tras las volutas de humo
pudo reconocer la figura de un perro que se acercaba a él. Por su extrema
delgadez, daba la sensación de estar abandonado. Era un galgo blanco con unas
pequeñas manchas negras en la cabeza. Era casi idéntico a uno que tuvo muchos
años atrás, cuando aún sus piernas le permitían darse largas caminatas
atravesando barbechos y gateando sierras, con un calor de mil demonios en verano
o pisando escarcha donde alguna vez hubo un charco en invierno, en sus tiempos
de galguero. Una raída cuerda le colgaba del cuello. Se detuvo enfrente del viejo
y se sentó, jadeando, y se le quedó
mirando como el que espera recibir órdenes.
― ¿Capricho? ― El perro levantó las orejas ―.
¿Eres tú? No puede ser si yo…― dijo, mientras hacía un leve movimiento de
cabeza de un lado a otro.
La imagen de su perro colgando de una
rama de olivo por el cuello nunca le había abandonado. Fue el castigo que le
infringió a su fiel compañero porque aquella tarde no pudo alcanzar en una
larga carrera a un joven conejo que había echado. Le acusó de estar ya muy
viejo y de no valer para nada. Capricho se sentó, y mansamente, se dejó hacer.
― ¡Anda chucho, lárgate de aquí! ― le
gritó al perro, haciendo ademán de golpearle con el bastón.
El perro se
levantó de manera mansa y lenta, muy lenta, bostezó, y siguió su camino
siguiendo las instrucciones del anciano y desapareció entre la densa niebla que
de repente pareció levantarse. El viejo encendió de nuevo el cigarrillo y le
dio una profunda bocanada, mientras seguía de reojo los cansinos pasos del
animal.
Dos niños se
iban aproximando, muy poco a poco, hasta su posición. Daba la sensación de que a
ese paso le costaría toda una eterna vida perderlos de vista. Llevaban colgadas
a la espalda sus pesadas carteras. Caminaban con dirección a la escuela que el
padre Juan Antonio tenía en los altos de una casa de la calle Corredera. Uno de
ellos, el más bajito, le señalaba con el dedo mientras parecía cuchichear algo
al oído de su amigo y sonreían. Sus rostros le resultaban muy familiares,
aunque no acertaba a recordar con seguridad quienes serían.
― Niños, acercaros
aquí un momento ― les llamó la atención levantando el bastón y meneándolo de un
lado a otro ―. Solo quiero preguntaros quienes sois. Me suenen mucho vuestras
caras…
Regresaron a su mente recuerdos que ya creía olvidados de su muy
lejana niñez. Pudo reconocer en el más alto las facciones del rostro de su
hermano mayor. Pensó que alguien debía de estar gastándole una broma muy
pesada. Aquel hermano murió, siendo apenas un niño como el que estaba pasando
por allí, muchos años atrás. Unas extrañas fiebres muy contagiosas hicieron
estragos entre los compañeros de colegio que iban a la misma aula que su
hermano. Los dos niños miraron de nuevo hacia donde él se encontraba pero no le
contestaron. Clavó la mirada en los ojos del más pequeño. Pudo ver su mirada reflejada en los ojos de aquel niño.
Cerró los ojos y se restregó las palmas de las manos de arriba abajo por el
rostro. Cuando los volvió a abrir, los niños habían desaparecido de su vista.
Se quedó pensativo y un tanto asustado, aunque pronto centró toda su atención
en una joven que apareció de la nada y se sentó junto a él, a su lado. De
manera leve, sin querer, rozó su mano con la de aquella joven tan hermosa. Estaba
helada. Le pareció muy extraño todo lo que estaba ocurriendo aquella mañana desde
que dejó caer los pies en el frío suelo de su cuarto al levantarse de la cama.
A esa hora solía estar acompañado por José el “cantarero”, Luis el “aguaó” y su
compadre Paco el “lili”. En su lugar estaba aquella silenciosa joven que había aparecido
como por arte de magia. << ¿Dónde andarán estos hoy?>> ― pensó
mientras no paraba de mirarla de reojo, de forma disimulada. Parecía idéntica a
las fotos que había tenido oportunidad de ver de cuando su madre era joven,
pero desechó esa idea de su cabeza en un santiamén. Eso ya sí que no podía ser…
La joven se levantó del duro asiento y se alisó el bonito vestido blanco.
Parecía flotar. Le sonrió, hizo un ligero movimiento con la cabeza a modo de
despedida y se marchó sin mediar palabra. El viejo le devolvió el saludo
sacándose la boina y haciendo una idéntica inclinación de cabeza. La miró de espaldas
hasta que desapareció entre la bruma.
Un deslumbrante relámpago le sacó de la abstracción y del
absoluto asombro en el que se encontraba sumido entre tanta inesperada
aparición. Echó una mirada al cielo. Decidió volver sobre sus pasos y regresar
a casa para descansar. <<Debe ser del golpe en la morra>> ― se dijo
para sí mismo. Encontró la puerta abierta de par en par y se extrañó bastante.
Creía haberla dejado bien cerrada con llave. Se adentró en la casa de forma
sigilosa por el pasillo. Le pareció escuchar unas voces que provenían de su
habitación. Empuñó el bastón con fuerza a modo de espada para defenderse si
hacía falta, y se dirigió procurando no hacer ruido, a su cuarto. Se asomó por
una rendija con el bastón dispuesto para atacar. Pudo ver a sus tres compañeros:
el “cantarero”, el “aguaó” y el “lili”. Extrañados por su tardanza, se habían
acercado a buscarle, le comentaban a su hija, que también estaba allí,
acompañada por el médico del pueblo, que era su marido. Bajó la guardia de su
bastón y entró en la estancia. Nadie le miró ni le dijo nada. Se asomó hacia donde
todos dirigían su mirada. Pudo ver en el suelo un abundante charco de sangre. Unas
piernas retorcidas y un cuerpo, a medio tapar, por una manta marrón que le
cubría de cintura para arriba.
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